Primer capítulo descartado de Albaoscura

Primer capítulo descartado de Albaoscura

(A continuación tenéis la traducción, realizada con permiso del autor, del primer capítulo descartado de Albaoscura, la conclusión de las «Crónicas de la Nuncanoche» de Jay Kristoff. Apareció como material adicional en la edición especial de Tumba de Dioses, el segundo libro, para la cadena de librerías Barnes & Noble. Obviamente, puede destriparos parte de las dos novelas anteriores. Espero que lo disfrutéis. Albaoscura saldrá publicado por la editorial Nocturna el próximo 27 de septiembre.)

Albaoscura - Portada

Introducción

Hola y bienvenidos al material extra del libro.

Cuando la maravillosa gente de Barnes & Noble decidió preparar una edición exclusiva de Tumba de Dioses, me preguntaron si tenía alguna escena eliminada que pudieran añadir a la novela para hacerla superbrillante. La buena noticia es que todo escritor tiene un cajón de abajo lleno de escenas borradas.

La mala noticia es que hay un motivo para borrar esas escenas, y es que suelen ser un puto espanto.

Pero resultó que tenía una escena eliminada que me gustaba bastante.

Es el momento de haceros una confesión. Sé que en teoría no hay que enseñar a la gente cómo se hace el truco de magia, pero la horrible verdad es que suelo empezar a escribir mis libros por donde no debo. Una vez redacté ochenta mil palabras antes de darme cuenta de que había vuelto a hacerlo. De verdad de la buena.

Escribí un primer capítulo de Albaoscura allá por 2014, teniendo una visión clara de cómo iba a fluir el libro. La idea era que Mia empezara la novela escondida, esperando a que Ashlinn Järnheim o Mercurio establecieran contacto con un viejo aliado, pero entonces un bucanero bienintencionado daría al traste con sus planes. El problema es que, cuando luego me senté a trabajar en serio en el libro, la planificación de la novela había cambiado por completo y ese primer capítulo ya no tenía cabida en ella.

Pero aun así, el capítulo me gustaba. Había trabajado mucho en él. Y ahora vais a poder leerlo. Tiene piratas y combates a espada y conversaciones ingeniosas, y unas cuantas cosas más de entre mis favoritas. La gente más observadora quizá se dé cuenta de que hasta reciclé algunos chistes para el libro definitivo. Y aunque la escena terminara relegada al cajón de abajo, espero que la encontréis superbrillante.

Y que la disfrutéis.

Jay K.

Capítulo 1: Damisela

No era el nombre que le había puesto su madre, pero tanto sus amigos como sus enemigos lo conocían como la Tempestad de Galante. Y estaba teniendo una nuncanoche de mierda.

Su espada ropera de acero liisiano, que había enviado a más una docena de hombres al Hogar, le pesaba en la mano. El estilete dorado que llevaba en la otra resplandecía a la luz de dos soles hinchados, uno amarillo y el otro de un brillante rojo. Faltaban solo unos meses para que llegara la veroluz, y la Tempestad de Galante solo podía pensar que ojalá la hija del conde Gunnar se hubiera dejado secuestrar en una época del año más fresca.

Corría el grave peligro de empezar a sudar.

Los tres hüsguardias que lo observaban en las ventosas almenas debían de conocer a la Tempestad por su reputación, si no de vista. En los siete años que había surcado el mar de las Estrellas con su barco, el Doncella Sangrienta, la Tempestad había amasado notoriedad igual que un dulcechico portuario amasaba ladillas. Era famoso como espadachín sin igual, descarado libertino y entregado aventurero. Y aunque se ganaba el pan como saqueador, seguía siendo la clase de canalla a quien le gustaba asegurarse de que la gente supiera su nombre antes de asesinarla a base de bien.

—¿Sabéis quién soy? —preguntó a los guardias enarcando una ceja.

—Sí —respondió uno bajito.

—Eres la Tempestad de Galante —dijo otro con aspecto de bruto.

—Bravo, gentil amigo. ¿Y sabéis por qué me llaman así?

Los hüsguardias se miraron entre ellos encogiéndose de hombros.

—Permitidme que os lo demuestre —dijo la Tempestad con una sonrisa.

Viéndolo cruzar a la carrera el adarve para ensartar al primer hüsguardia, sería fácil pensar que la Tempestad recibía ese nombre por su brazo de la espada. En efecto se movía como una tormenta, su hoja rauda como el relámpago. Su bota impactó atronadora contra la entrepierna del hüsguardia bajito y derribó al hombre con un gimoteo. El último centinela armó una valerosa defensa con su afilada hacha de guerra, pero un movimiento de la muñeca de la Tempestad y un fulgurante destello de pólvora arkímica lo enviaron trastabillando hacia atrás, y la espada ropera del bucanero rubricó en rojo la muerte del pobre desgraciado.

La Tempestad miró desde el almenaje al patio de abajo. Ya habían dado la alarma en la fortaleza, así que habría más hüsguardias de camino. Kael Tres Ojos y Miravientos estaban bloqueando las escaleras inferiores, pero los problemas no tardarían en pisar los talones a la Tempestad. Le quedaban solo unos minutos antes de tener que convertir su intrépido rescate en una intrépida huida, con o sin la hija del conde. La Tempestad había esperado poder completar el trabajo gracias a un poco de suerte y un mucho de astucia, pero con el fuerte Piedrabrillante en alerta máxima, su tripulación y él tenían una esperanza de vida inferior a la de una botella de buen vino dorado en un burdel lleno de borrachuzos.

—¡Ah del patio! —llamó—. ¡Miravientos!

Aparte de la esgrima, había quienes decían que a la Tempestad lo llamaban así por su voz, un timbre de barítono sonoro y meloso. Muchas veces, cuando la Doncella Sangrienta cruzaba el mar de las Estrellas, la Tempestad se quedaba de pie a proa, arpa en mano, y se ponía a cantar. Sus canciones eran tan cautivadoras que se rumoreaba que hasta el Pueblo del Rayo y los cambiaformas de las profundidades salían a la superficie desde la oscuridad para escucharlas. El viejo Pisotones juraba y perjuraba que una vez vio incluso a un cangrejinche sollozar cuando la Tempestad guardó el arpa.

—¡Miravientos! —llamó de nuevo la Tempestad.

Abajo en el patio, un corpulento dweymeri se volvió después de destripar a un desventurado hüsguardia.

—¿Sí, capitán?

—¡Nos han pillado! ¡Volved al esquife!

—¿Y qué pasa con la chica? —gritó su segundo de a bordo.

—Con la dona, querrás decir. —La Tempestad le lanzó su atractiva sonrisa—. Dejádmela a mí.

—Hay otros cien cabrones como estos, capitán. No permitiremos que…

—¡Y yo no desperdiciaré vuestras vidas si no hay necesidad! ¡Marchaos, hermano! ¡Si no he vuelto a bordo dentro de media hora, dile a tu esposa que la amo!

El segundo de a bordo renegó, pero la lealtad de la tripulación de la Doncella era inquebrantable. La Tempestad de Galante no era de los capitanes que se quedaban en la timonera y dejaban las peleas a sus tripulantes, gentiles amigos. Cuando la Doncella se quedó atrapada siete semanas con calma chicha en el mar de los Pesares, fue la Tempestad quien aguantó sin raciones para que sus hombres pudieran comer. Cuando los traficantes de carne capturaron a media docena de sus tripulantes en los estrechos de Tsana, fue la Tempestad quien encabezó la carga en los pantanales para rescatarlos. El capitán había sangrado por su tripulación una y otra vez. Sus órdenes eran la palabra del mismísimo Aa. Así que Miravientos y el resto de tripulantes de la Doncella retrocedieron, luchando para regresar a la muralla y escapar al océano.

La Tempestad dio la espalda a las almenas y abrió de una patada la puerta de entrada a la torre Piedrabrillante. La fortaleza se alzaba sobre los peligrosos riscos de la costa meridional de Vaan, conocidos como el Osario. Desde tierra solo se podía llegar cruzando un único puente levadizo, protegido por las mejores tropas del hüslaird Kustaa. Acercarse por mar era una empresa más arriesgada si cabe, tanto que a la Tempestad y su grupo les había costado casi un giro entero escalar los riscos y habían perdido a tres tripulantes en el ascenso. Y esas condenadas campanas parecían decididas a completar la tarea que había iniciado el Osario.

Encontró a dos hüsguardias más en la escalera. Disparó al primero en el cuello con su ballesta de mano y arrojó al segundo la última pólvora arkímica que le quedaba, para acabar con él de un tajo tras el estallido. Recargó la ballesta mientras subía los peldaños a la carrera y llegó a un largo pasillo, con una gruesa alfombra roja en el suelo y presidido por un espejo de marco ornamentado y bañado en oro. La Tempestad echó un vistazo escalera abajo por si llegaban perseguidores y, cuando estuvo seguro de que no los había, se detuvo para mirarse al espejo.

Iba a rescatar a una mujer de la nobleza, al fin y al cabo.

El bucanero iba vestido todo de negro, con un jubón de cuero y unas calzas sospechosamente ceñidas y manchadas de sangre. Sus ojos azul zafiro brillaban bajo la visera de un tricornio con pluma. Una barba de tres giros salpicaba una mandíbula en la que se podría partir una pala, y una sonrisa perfecta completaba un retrato que, más que hacer que las cabezas se giraran, hacía que los cuellos se rompieran.

Algunos de sus tripulantes contaban que la Tempestad había seducido a una de las bafomantii, y que había complacido a la diablesa tan a conciencia que ella le había concedido un rostro que todo el mundo adoraría. Otros susurraban que había vencido en una competición de acertijos a una entredama y le había robado su encanto sobrenatural. Fuera cual fuese la verdad, su segundo de a bordo, Miravientos, afirmaba que ahí estaba el origen del apodo del capitán, pues se decía que allá donde viajaba, al igual que la tormenta de la que recibía el mote, la Tempestad de Galante dejaba a las integrantes del bello sexo algo… empapadas a su paso.1

El bucanero contempló su reflejo.

Se ajustó los volantes del puño de una manga negra.

Y guiñó un ojo.

Recorrió el pasillo a la carrera, pasó entre dos sirvientes con una apresurada disculpa y subió más escalones de dos en dos, suponiendo que había dejado a los últimos hombres del terrateniente muertos a su espalda. Así que cuando por fin llegó al rellano del dormitorio principal del fuerte, lo decepcionó encontrar esperándolo a una docena de hüsguardias de élite con pesadas armaduras de placas.

Los hombres eran fornidos amasijos de cicatrices y músculo, armados con cortos pinchacerdos de doble filo y escudos rectangulares curvados. Y por muy apuesto que fuese la Tempestad, hasta el último de aquellos hijos de puta parecía ansioso por mondarse los dientes usando su resplandeciente espada de acero liisiano después de haberse desayunado al resto de él.

La Tempestad resbaló hasta detenerse a seis metros del destacamento.

—Buen giro tengáis, gentiles amigos. ¿Sabéis quién soy?

—Sí —dijo un inmenso montón de carne—. Eres la Tempestad de Galante, a punto de morir.

—En persona —respondió la Tempestad, haciendo una reverencia con el tricornio en la mano—. Pero ¿sabéis por qué me llaman así?

—¿Porque estás a punto de morir?

Los guardias avanzaron con las espadas alzadas. Sin inmutarse un ápice, la Tempestad metió la otra mano en el tricornio y sacó una bolita de cristal pulido. Hizo girar los dedos para lanzar la bolita al centro del grupo y se caló de nuevo el tricornio antes de echar a correr bajando la escalera que acababa de coronar.

La llamarada blanca de la explosión chamuscó las paredes mientras un estruendo ensordecedor sacudía el rellano. Cayeron rebotando por la escalera astillas de cristal y pedazos de cuerpos imposibles de identificar, que se quedaron humeando a los pies de la Tempestad.

El bucanero se quitó las manos de las orejas, se levantó de donde estaba acuclillado y se colocó el tricornio en un ángulo garboso para luego regresar al rellano. Pasó procurando no pisar los restos triturados de la élite de Kustaa, desenfundó la espada ropera y cruzó la puerta de la alcoba, que se había abierto por el estallido.

—¿Dona Astrid? —llamó.

Los postigos estaban cerrados y la habitación sumida en la tiniebla. El olor a velas y a carne demasiado hecha saturaba el aire. El humo negro de la bomba arkímica se ondulaba a la altura de los hombros de la Tempestad, silueteando su figura contra el estival azul de fuera.

—¿Dona Astrid?

—¡Hijo de puta!

El agudo grito rasgó el aire mientras un hombre se abalanzaba sobre la Tempestad desde la penumbra. El bucanero dio una estocada y oyó un respingo de dolor. Agarró al hombre por la solapa y vio que su adversario era viejo y débil, ataviado con una toga tan roja como la sangre que le manaba desde el pecho.

—El hüslaird Kustaa, supongo —murmuró la Tempestad.

—¿Cómo te… te atreves a…? —resolló el terrateniente.

—Ah, desde luego que me atrevo, anciano. Es lo que me distingue de la mayoría.

El saqueador soltó la toga y dejó que el terrateniente cayera de rodillas. Kustaa se agarró el pecho mientras su cuerpo se dedicaba a pringar de rojo la piedra que tenía debajo tanto como pudiera.

—¡Oh, no!

Una figura con un fino vestido blanco cruzó la alcoba casi tropezando y se arrodilló al lado del terrateniente. Era muy joven, pálida como el invierno y delgada, con el cabello negro suelto cayéndole hasta la cintura y un marcado flequillo sobre los ojos. Tumbó a Kustaa bocarriba y le abrió la toga para examinar la herida.

—¿Mi señor? —La chica zarandeó el hombro del anciano—. ¡Mi señor!

—¿Dona Astrid?

La chica alzó la mirada hacia él parpadeando, y el pelo le trazó negras telarañas sobre la cara. La Tempestad reparó en que era hermosa. Labios turgentes de color cereza y ojos adornados con kohl, lo bastante negros para ahogarse en ellos. La hija de Gunnar Svärda llevaba más de dos meses apresada en Piedrabrillante, y solo Aa sabía qué torturas habría soportado a manos de Kustaa. Pero allí de rodillas en el creciente charco de la sangre del terrateniente, la Tempestad habría jurado que parecía casi apenada por la muerte del viejo cabrón.

Le tendió la mano.

—Mi dona, vengo a rescataros.

A la pobre le sangraban los oídos por la onda de choque de la bomba arkímica. Le costó un momento asimilar sus palabras.

—¿A rescatarme?

—Sí, mi dona. —La Tempestad se quitó de nuevo el tricornio para hacer una reverencia perfecta—. ¿Sabéis quién soy?

La hija de Gunnar miró de nuevo el cadáver del terrateniente muerto. Se le hundieron los hombros y agachó la cabeza.

—Sí —suspiró—. Sé quién eres.

La chica se levantó de la sangre.

Las sombras se ondularon a sus pies mientras gruñía:

—Eres un puto capullo de mierda.

© 2017 Neverafter PTY LTD.
Traducción: Manu Viciano.

  1. Confieso que yo tampoco sé si adorarlo o aborrecerlo.

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